En pleno auge de la autoficción y de las narrativas del «yo», Mirelia Cano ha escrito una obra a caballo entre la memoria, el diario y la crónica, donde a través de la voz de Aurelia nos propone un pacto que no es ni novelesco ni autobiográfico sino híbrido, porque el lector descubre que lo que Aurelia describe resulta más esencial e importante que lo que Aurelia vive. Por ejemplo, los paisajes andinos, el arribismo urbano, la épica familiar, la transversalidad del abuso, el quechua como sistema operativo del habla, las rutinas de la discriminación y el alto costo afectivo de la inestabilidad profesional en una sociedad resentida y desigual. En realidad, lo de menos es que Aurelia sea Mirelia y sus circunstancias, pues lo fascinante de Mala fe es que todos podríamos ser Aurelia y por eso hablo de un pacto híbrido, porque la voz narradora no se mira las heridas sino sus cicatrices y entonces la escritura del «yo» se convierte en la del «nosotros».
Sin embargo, la ambición literaria de Mirelia Cano nos colma de manera especial gracias a sus monólogos del cuerpo, a sus juegos temporales y a una sensualidad torrente que nos anega de olores, sabores y sensaciones que convocan todo tipo de tactos en la memoria. Pero —sobre todo— gracias a personajes memorables como el abuelo Pedro, sin duda la viga maestra de Mala Fe y la criatura literaria más poderosa de Mirelia Cano.